Mi primer viaje de estudio a museos

En memoria de Beatriz Barba (1928-2021)

En mi último semestre de la carrera en arqueología que cursé en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), seleccioné la materia optativa de Museos y Arqueología, impartida por la maestra Beatriz Barba Ahuatzin, una de las primeras mujeres arqueólogas tituladas en México, con una larga trayectoria en el ámbito de museos. La materia me atrajo mucho; por un lado, ya me gustaban los museos; por otro, ya tenía interés por la divulgación de la arqueología, pensaba que debía traspasar los límites académicos, y que sus hallazgos y conocimientos llegaran a más personas. Los museos me parecían y me parecen un vehículo ideal.

No recuerdo con precisión los contenidos específicos de la materia y no tengo a la mano el programa correspondiente –una reliquia a estas alturas, corría el año de 1996–, lo que sí recuerdo son las amenas e interesantes clases de Beatriz, también las visitas a museos de la Ciudad de México, pero sobre todo, la propuesta que nos hizo al inicio del semestre, que a más de uno nos sonó descabellada: «¿Por qué planeamos un viaje para visitar los museos de Nueva York como práctica de campo para finalizar la materia? Piénsenlo» Nos dijo.

La propuesta nos resultó muy atractiva, en mi caso avivó aún más mi interés por este ámbito. Al mismo tiempo, sonaba casi imposible y, en mi caso, fuera de alcance. Nunca antes había viajado fuera del país, no tenía la visa americana, rondaban por mi cabeza todos los mitos –y realidades– de obtenerla, además de no contar con los recursos necesarios. Sin embargo, meses después estaba a bordo del avión, lista para conocer Nueva York y sus museos, al lado de varios compañeros del curso, otros familiares y amigos que se unieron al grupo, todos comandamos por Beatriz, quien hizo de un sueño, una realidad.

Su propuesta no fue solo un «sueño guajiro», ella tenía una meta y realizó todas las acciones necesarias para concretarla: buscó tarifas aéreas y hoteleras lo más viables posibles, aunó a otras personas al grupo para que los costos no se elevaran –pues viajamos en los paquetes «charter» en el que había que reunir un número mínimo de viajeros–, nos orientó en los trámites de la visa y consiguió cartas de apoyo de la ENAH para obtenerla. Más importante aún, envió cartas a distintos museos en Nueva York para gestionar visitas especiales de estudio a sus instalaciones. En algunos casos no obtuvo respuesta, en otros, generosos colegas  de varios museos nos compartieron su tiempo y conocimientos, nos llevaron de la mano por las entrañas de sus instituciones.

Conocimos el Museo de Arte Moderno (MoMA), el Museo Americano de Historia Natural, sus bodegas y programa pionero de digitalización de colecciones, así como sus sistemas de almacenamiento móvil (anaqueles que se desplazan y comprimen optimizando el espacio); el Museo de la Ciudad de Nueva York, el Museo Metropolitano de Arte (MET) y su museo de los Cloisters, el Museo de Brooklyn, en donde hablamos con los curadores; el hoy cerrado Museo Nacional del Indio Americano, y otros que quizá ahora ya no recuerdo. La vitalidad de Beatriz era impresionante, no paraba y no parecía cansarse, navegaba como pez en el agua y nos conducía por un mundo increíble del que me quedé prendada y al que me dedico ya desde hace varios años.

Alternando con la visita a los museos, estuvieron los recorridos a los principales atractivos de la ciudad, ese gran parque temático: el edificio del Empire State, la Estatua de la Libertad, el Rockefeller Center, las Torres Gemelas, Broadway y sus teatros, Central Park y otros más; además de las desveladas y aventuras con los compañeros de generación, el sentirse «lost in translation» con mi precario, casi inexistente inglés, además de subsistir con los alimentos más baratos: bagels, hotdogs, kebaps, para economizar un poco y poder hacer una que otra compra además de los obligados souvenirs.

144824586_10157963743603927_1330164335929443970_nEn ese contexto, cómo olvidar un recorrido especial a los Cloisters, ubicados en el norte de Manhattan, visita de la que la mayoría del grupo se desmarcó por su lejanía, a la que nos unimos un pequeño grupo de entusiastas, al que, como recompensa no planeada, Beatriz nos invitó una deliciosa hamburguesa en el café del Rockefeller Center, además de una amena charla reviviendo la visita a ese espacio.

Aunque nunca olvidaré este viaje, algunas de sus especificidades se pierden, no obstante, no dejaré de sorprenderme por lo que me significó a nivel personal, y ahora, lo sé, a nivel profesional. Tampoco olvidaré amistades que se cultivaron a partir de entonces, como Valentina, nieta de Beatriz, a quien frecuento aun hoy a la distancia; tampoco la solidaridad de mi entrañable amigo Rodrigo, su apoyo junto con ahorros propios y otros de mis padres posibilitaron mi primer viaje internacional. Guardaré con cariño en mi memoria la compañía y charlas trasnochadas de Cuau y Baker. Y por supuesto, la tenacidad y sabiduría de Beatriz Barba. Muchas gracias maestra.

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